Era el verano de 1998 y a mediados de julio me iban a operar de la rodilla. Como quien se enfrenta a su última hora, me hice una lista de cosas que hacer antes del momento final.
De toda la vida, mi amigo Jaime había tenido su segunda residencia en un camping en la Sierra de Madrid. El sitio en cuestión estaba situado en el término municipal de Cabanillas de la Sierra. Allí se había criado durante los veranos, puentes y fines de semana (de buen tiempo) de toda su vida. Y yo desde hacía tiempo estaba invitado a pasar allí unos días. Así, que antes de la operación, por si la cosas salía mal y tenía que ponerme a disposición del santísimo, accedí a pasar un fin de semana allí. Yo pensaba que aquello sería un periodo de tiempo dedicado a la naturaleza y la vida sana. Nada más lejos de mi imaginación.
Recuerdo que fue una de las veces, si no la que más, porros fumé por unidad de tiempo. La familia tenía una caravana apostada en una parcela del mencionado camping. El vehículo era básicamente un dormitorio con ruedas. Una casita prefabricada lo complementaba, haciendo las veces de salón de estar o dormitorio adicional. Llegamos, Jaime, su padre y yo, un viernes por la tarde. La madre ya estaba allí. Era ama de casa. Tras bajar del coche y merendar algo, nos despedimos de sus progenitores con la finalidad de irnos con sus amigos. El plan era sencillo. Irnos a la entrada del camping a sentarnos sobre el muro bajo de piedra y cemento que lo rodeaba y pasar el rato. El rollo que el personal se traía allí era ese.
A eso nos dedicamos todo el fin de semana. A estar sentados o de pie, según el hormigueo de nuestros culos mandase, hablar sobre cosas superficiales y fumar porros. Muchos porros. Con suerte, de lo más interesante que se hablaba, para mí, era de mujeres.
El mejor amigo de Jaime era el Juli. El Juli no se perdía ningún fin de semana en aquel camping, hiciese frío o calor. El Juli tenía nariz respingona y ojos rojizos del fumao que se gastaba siempre. Llevaba gafas de bakala y presumía de haberse comprado un bañador rojo como el del tío de los vigilantes de la playa. El Juli era hermano del Lute. Al tal Lute me contaron que le llamaban así, por que de pequeño hizo de extra en la película sobre el famoso kinki.
La noche del sábado nos fuimos a un pueblo cercano. Jaime y yo lo hacíamos a escondidas, montados fugazmente en los asientos de atrás del coche de alguno de los mayores. En el pueblo de al lado, el personal se dedicaba a hacer un juego consistente en tirar monedas dentro de vasos y beber mucha, mucha cerveza y kalimotxo. Eso incluía a los conductores. Y aquella fue la noche en que conocí a Mimi y a Iven entre otros personajes de la España desfasada.
Recuerdo que se les encaprichó coca y en la moto de Iven, se montaron él y el Juli. Por el tiempo que les estuvimos esperando, aburridos como ostras, en la plazucha de aquél pueblo, fue creíble que se vinieron desde allí, a Madrid, a por el preciado polvo blanco. Se dieron un paseo de narices, entre otras cosas, por que la moto era una Yamaha de 80 cm^3. Tardaron un buen rato. Llegaron y se prepararon las rayas. Lo último que recuerdo es que alguien nos acercó a Jaime y a mí al camping. Menudo aburrimiento fue todo. Lo que siempre me inquietó de aquel panorama es que se trataba de gente de nivel social medio.
Mimi e Iven curraban con una vespino llevando componentes, por encargo, a los talleres mecánicos. Vivían con sus padres y dedicaban el sueldo a beber y meterse algo. Lo último que supe de ellos fue que Iven, se quemó vivo dentro de un coche, tras estrellarse con él. Escapaba de un control de la Guardia Civil.
De toda la vida, mi amigo Jaime había tenido su segunda residencia en un camping en la Sierra de Madrid. El sitio en cuestión estaba situado en el término municipal de Cabanillas de la Sierra. Allí se había criado durante los veranos, puentes y fines de semana (de buen tiempo) de toda su vida. Y yo desde hacía tiempo estaba invitado a pasar allí unos días. Así, que antes de la operación, por si la cosas salía mal y tenía que ponerme a disposición del santísimo, accedí a pasar un fin de semana allí. Yo pensaba que aquello sería un periodo de tiempo dedicado a la naturaleza y la vida sana. Nada más lejos de mi imaginación.
Recuerdo que fue una de las veces, si no la que más, porros fumé por unidad de tiempo. La familia tenía una caravana apostada en una parcela del mencionado camping. El vehículo era básicamente un dormitorio con ruedas. Una casita prefabricada lo complementaba, haciendo las veces de salón de estar o dormitorio adicional. Llegamos, Jaime, su padre y yo, un viernes por la tarde. La madre ya estaba allí. Era ama de casa. Tras bajar del coche y merendar algo, nos despedimos de sus progenitores con la finalidad de irnos con sus amigos. El plan era sencillo. Irnos a la entrada del camping a sentarnos sobre el muro bajo de piedra y cemento que lo rodeaba y pasar el rato. El rollo que el personal se traía allí era ese.
A eso nos dedicamos todo el fin de semana. A estar sentados o de pie, según el hormigueo de nuestros culos mandase, hablar sobre cosas superficiales y fumar porros. Muchos porros. Con suerte, de lo más interesante que se hablaba, para mí, era de mujeres.
El mejor amigo de Jaime era el Juli. El Juli no se perdía ningún fin de semana en aquel camping, hiciese frío o calor. El Juli tenía nariz respingona y ojos rojizos del fumao que se gastaba siempre. Llevaba gafas de bakala y presumía de haberse comprado un bañador rojo como el del tío de los vigilantes de la playa. El Juli era hermano del Lute. Al tal Lute me contaron que le llamaban así, por que de pequeño hizo de extra en la película sobre el famoso kinki.
La noche del sábado nos fuimos a un pueblo cercano. Jaime y yo lo hacíamos a escondidas, montados fugazmente en los asientos de atrás del coche de alguno de los mayores. En el pueblo de al lado, el personal se dedicaba a hacer un juego consistente en tirar monedas dentro de vasos y beber mucha, mucha cerveza y kalimotxo. Eso incluía a los conductores. Y aquella fue la noche en que conocí a Mimi y a Iven entre otros personajes de la España desfasada.
Recuerdo que se les encaprichó coca y en la moto de Iven, se montaron él y el Juli. Por el tiempo que les estuvimos esperando, aburridos como ostras, en la plazucha de aquél pueblo, fue creíble que se vinieron desde allí, a Madrid, a por el preciado polvo blanco. Se dieron un paseo de narices, entre otras cosas, por que la moto era una Yamaha de 80 cm^3. Tardaron un buen rato. Llegaron y se prepararon las rayas. Lo último que recuerdo es que alguien nos acercó a Jaime y a mí al camping. Menudo aburrimiento fue todo. Lo que siempre me inquietó de aquel panorama es que se trataba de gente de nivel social medio.
Mimi e Iven curraban con una vespino llevando componentes, por encargo, a los talleres mecánicos. Vivían con sus padres y dedicaban el sueldo a beber y meterse algo. Lo último que supe de ellos fue que Iven, se quemó vivo dentro de un coche, tras estrellarse con él. Escapaba de un control de la Guardia Civil.