martes, 6 de abril de 2010

MIMI E IVEN

Era el verano de 1998 y a mediados de julio me iban a operar de la rodilla. Como quien se enfrenta a su última hora, me hice una lista de cosas que hacer antes del momento final.
De toda la vida, mi amigo Jaime había tenido su segunda residencia en un camping en la Sierra de Madrid. El sitio en cuestión estaba situado en el término municipal de Cabanillas de la Sierra. Allí se había criado durante los veranos, puentes y fines de semana (de buen tiempo) de toda su vida. Y yo desde hacía tiempo estaba invitado a pasar allí unos días. Así, que antes de la operación, por si la cosas salía mal y tenía que ponerme a disposición del santísimo, accedí a pasar un fin de semana allí. Yo pensaba que aquello sería un periodo de tiempo dedicado a la naturaleza y la vida sana. Nada más lejos de mi imaginación.
Recuerdo que fue una de las veces, si no la que más, porros fumé por unidad de tiempo. La familia tenía una caravana apostada en una parcela del mencionado camping. El vehículo era básicamente un dormitorio con ruedas. Una casita prefabricada lo complementaba, haciendo las veces de salón de estar o dormitorio adicional. Llegamos, Jaime, su padre y yo, un viernes por la tarde. La madre ya estaba allí. Era ama de casa. Tras bajar del coche y merendar algo, nos despedimos de sus progenitores con la finalidad de irnos con sus amigos. El plan era sencillo. Irnos a la entrada del camping a sentarnos sobre el muro bajo de piedra y cemento que lo rodeaba y pasar el rato. El rollo que el personal se traía allí era ese.
A eso nos dedicamos todo el fin de semana. A estar sentados o de pie, según el hormigueo de nuestros culos mandase, hablar sobre cosas superficiales y fumar porros. Muchos porros. Con suerte, de lo más interesante que se hablaba, para mí, era de mujeres.
El mejor amigo de Jaime era el Juli. El Juli no se perdía ningún fin de semana en aquel camping, hiciese frío o calor. El Juli tenía nariz respingona y ojos rojizos del fumao que se gastaba siempre. Llevaba gafas de bakala y presumía de haberse comprado un bañador rojo como el del tío de los vigilantes de la playa. El Juli era hermano del Lute. Al tal Lute me contaron que le llamaban así, por que de pequeño hizo de extra en la película sobre el famoso kinki.
La noche del sábado nos fuimos a un pueblo cercano. Jaime y yo lo hacíamos a escondidas, montados fugazmente en los asientos de atrás del coche de alguno de los mayores. En el pueblo de al lado, el personal se dedicaba a hacer un juego consistente en tirar monedas dentro de vasos y beber mucha, mucha cerveza y kalimotxo. Eso incluía a los conductores. Y aquella fue la noche en que conocí a Mimi y a Iven entre otros personajes de la España desfasada.
Recuerdo que se les encaprichó coca y en la moto de Iven, se montaron él y el Juli. Por el tiempo que les estuvimos esperando, aburridos como ostras, en la plazucha de aquél pueblo, fue creíble que se vinieron desde allí, a Madrid, a por el preciado polvo blanco. Se dieron un paseo de narices, entre otras cosas, por que la moto era una Yamaha de 80 cm^3. Tardaron un buen rato. Llegaron y se prepararon las rayas. Lo último que recuerdo es que alguien nos acercó a Jaime y a mí al camping. Menudo aburrimiento fue todo. Lo que siempre me inquietó de aquel panorama es que se trataba de gente de nivel social medio.
Mimi e Iven curraban con una vespino llevando componentes, por encargo, a los talleres mecánicos. Vivían con sus padres y dedicaban el sueldo a beber y meterse algo. Lo último que supe de ellos fue que Iven, se quemó vivo dentro de un coche, tras estrellarse con él. Escapaba de un control de la Guardia Civil.

viernes, 19 de marzo de 2010

SUEÑO DE UNA NOCHE DE INVIERNO

A través de los cristales helados y ahumados de la ventana de mi habitación miro el cielo despejado y nocturno. Veo tejados en penumbra y algunas estrellas.
Hace un rato que fueron las doce, pero no puedo dormirme. Veo el cielo como antes he estado mirando el techo. Siento deseo y angustia. Necesito salir a buscarla.
Me visto, apago las luces de mi casa y desciendo por la escalera. Escapo por mi portal y me zambullo en la oscura noche madrileña. El suelo está mojado, todo está mojado. Ha estado lloviendo todo el día, igual que ayer y antes de ayer. Pero hace un rato que dejó de caer agua y ahora el cielo está claro y cristalino. Es un cielo municipal con pocas estrellas (cosas de la contaminación lumínica) y una Luna grande y señorial. Hace frío, muchísimo frío, pero me siento conformado dentro de mi viejo abrigo del ejército alemán, el cual es largo, mullido y pesado. Hundo mis manos en mis bolsillos y decidido, camino a paso ligero.
Santa Engracia es una calle amplia, larga y viva, pero a estas horas yace solitaria. No hay ni un alma. Bajo la mirada de edificios, me voy deslizando hacia el centro de Madrid. Poco a poco, las distancias se van alejando y busco sin saber donde. Apenas me cruzo con nadie: alguna pareja bien agarrada, barrenderos armados con mangueras y cepillos y espectros solitarios. Paso por delante de tabernas y mesones de los que emanan bullicios hogareños y vapores etílicos. Así, atravieso la glorieta de Bilbao. Mi deseo se hace cada vez mayor y tan sólo me dejo guiar por él.
Me desvío por la calle de Velarde y desciendo hacia la Plaza del Dos de Mayo. Una moto de gran cilindrada descansa junto a la puerta del NUEVA VISIÓN, grande y potente como su dueño. Dentro suenan los RAMONES. Camino por Malasaña y oigo los rumores de las tribus. Siento como las tinieblas me envuelven y el miedo me droga como un fármaco caducado. Acelero el paso ante la visión de figuras hostiles, exhibiendo cabezas rapadas o con cresta, bajo el halo guerrero de no se que mierda de ideología. Y cuando quiero darme cuenta, cruzo la calle de San Bernardo, justo delante de la estrecha y entrañable boca del metro de Noviciado, envuelta en esa niebla fría y húmeda que va helando mi corazón. Pero el deseo es más fuerte. No se dónde está ella, pero se que está.
Testigos de mis pasos son edificios, unos que sobrevivieron a la guerra y otros que se hicieron con los cascotes de los que sucumbieron a las bombas y obuses. Ya he dejado atrás el peligro, pero no se por donde caminar. Me siento cansado y empiezo a creer que todo es una ilusión. Mi paso ya no es decidido y dudo. Desisto y empiezo el regreso a casa. Es entonces cuando veo el portal, de uno de esos viejos edificios construidos a base de cascotes, abierto. La voluntad regresa a mi de golpe y casi sin darme cuenta, penetro en el inmueble. Asciendo por la vieja escalera de madera, apenas alumbrada por débiles bombillas. Crujen como si estuviesen vivas y la oxidada barandillas cede a mis envistes. La noche penetra a través de las ventanas de los rellanos y puedo ver abajo, un patio breve, adornado con arbustos y macetas, que alberga viejos columbios de acero. A medida que agoto los últimos escalones, siento su presencia.
La puerta abierta me ofrece aquello que esconde. Es el único piso de aquella última planta. La luz esta encendida. Ando por sus estancias. Me recibe un salón pequeño y acogedor, que hace las veces de despacho. Las paredes están cubiertas de estanterías con libros. Un viejo sofá de dos plazas, verde, hace compañía a un escritorio que alberga papeles. Hay textos en castellano y lo que, dentro de mi ignorancia, adivino que es francés. Junto a los papeles, un viejo ordenador Macintosh, libros abiertos, una pluma negra y un baso, medio lleno de agua, con una hermosa mancha de carmín, impresa por unos bellos labios. Sin pensarlo, me lo llevo a la boca, justo por el lado de la mancha, tanto por la sequedad de mi garganta como por saborear el rastro de su boca.
No hay nadie. Busco y miro desesperado. En la cocina, sencilla y con bombona, el baño y el dormitorio. Todo está ordenado, pulcro y limpio. Pero no hay nadie. Regreso al salón que hace las veces de despacho y me siento en el viejo sofá verde. Empiezo a encontrarme muy cansado, abatido y seco. Pienso que ha sido todo una ilusión. Que ella no existe. Tan sólo es una ilusión erótica y espiritual. Estoy solo. Y así, hundiéndome en las tinieblas, me tumbo en el viejo sofá verde, acurrucado, dentro de mi viejo abrigo del ejército alemán. Un sueño oscuro y pesado cae sobre mí.
Cuando todo parece haber desaparecido, siento que se sienta a mi lado. Me abraza y me besa. Su calido y fresco tacto me rescata del pozo en el que me estaba hundiendo. La siento. Es real. Intento abrir mis ojos pero no veo nada. A pesar de ello, la luz me impregna. La tengo a ella a mi lado. La quiero y es verdad. Nos fundimos.
El radio despertador se impone en mi cuarto. Son las siete de la mañana y es lunes. Tengo por delante un día desolador de clases y laboratorios. De frío y de cansancio. Resignado me levanto de mi cama. Todo ha sido un sueño. Enciendo el radiador del baño y me echo un café en la cocina. Regreso a la cama y me tomo el negro caldo mientras escucho las noticias en la radio. Me ducho, me visto y dispongo todo para marcharme. No paro de repetirme que ha sido todo un jodido sueño. Que cómo iba a ser verdad. Tanta luz no podía ser posible y menos que alguien como ella pueda existir. Soñar con ángeles es lo que tiene.
Justo voy a salir de mi habitación, ya con mi viejo abrigo del ejército alemán puesto y la mochila al hombro, reparo en algo. El vaso de agua que habita todas las noches en mi cómoda está medio lleno. Tiene impresa una bella y femenina marca de carmín.

viernes, 12 de marzo de 2010

DESIERTO

En lo que llevamos de año no he escrito nada. Ahora me replanteo si realmente mereció la pena tener este blog. Me siento desganado y vacío. Constantemente mi cabeza está inundada de historias y reflexiones, pero a la hora de plasmarlas sobre el teclado, me siento falto de fuerzas. No se si se deberá a las circunstancias o a la propia configuración de mi persona. En fin.
Para quién lea esto, simplemente decirle que ha sido un placer. Lamento que todo se acerca a su fin. No encuentro mi sitio en la propia vida. He dejado de sentir mi propia identidad, si es que alguna vez la he sentido o tenido. Creo que he jugado a ser un intelectual y el tiro me ha salido por la culata. Esto sólo es para gente que ha estudiado carreras de letras, han hecho el interrail y tienen padres que son profesores de instituto o algo parecido. Ese no es mi caso. Si algo he ido aprendiendo hasta el momento es que uno debe de estar conforme con la clase social y vital que le ha tocado. Y así deberé de proceder a partir de ahora. Se acabaron los sueños.
Los próximos días decidirán.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

INSURRECCIÓN

Recuerdo que aquel, fue un invierno muy frío. Frío en el mercurio y en mi alma. Se acerca Noche Vieja y aún me estremezco recordando la de aquel año.
A Maribel la conocí en una boda. Un evento precioso y civil, lleno de encanto y celebrado en un monasterio abandonado (pero debidamente restaurado). Como estaba en medio del campo, los novios alquilaron un autobús para llevarnos a los invitados hasta allí y luego volver. Durante la jornada nos fuimos conociendo y el regreso en el bus nos lo pasamos enrollándonos.
Ella era 7 años mayor que yo, con la carrera casi acabada (la misma que yo estudiaba y sigo estudiando) y el futuro profesional por delante. Por eso y otros motivos me mentalicé, o lo intenté, de que aquello no llegaría muy lejos. Pero ella me gustaba.
Pasaron los días y nos volvimos a ver. Incluso después de su viaje de una semana a Holanda. Yo ya no le daba esperanzas al asunto. Pensaba que conocería gente interesante con la que hacer cosas interesantes y se olvidaría de mí. Pero no fue así.
Aquel curso para mi fue un desastre. Me enfrentaba a asignaturas en las que estaba a dos velas, acababa de dejar de fumar y mi tío Manolo, mi padrino, se estaba muriendo de cáncer. Sentía una presión encima terrible y una impotencia peor aún. Fui sobrellevando la situación unas semanas. Pero terminé por caer.
Lo mío con Maribel seguía adelante, pero sin nombre. Nuestro primer encuentro en la cama me fascinó. Empezaba a sentirme pillado por ella.
Pero las cosas me iban mal. Estaba cada vez más nervioso y jodido. La situación se me iba de las manos. Tardé en recuperarme de los efectos secundarios provocados por dejar el tabaco. Mi tío cada día estaba peor, entrando y saliendo del hospital. Tenía 55 años y un cáncer de colon que se le había extendido al hígado, pulmón y demás órganos. Admito que no tuve la entereza suficiente y viví atormentado por ello. Me sentía muy frustrado de ver como me estancaba en los estudios. Pero además, ella lo percibió y comenzó a alejarse de mí. Las Navidades estaban encima y sabía que iban a ser duras. Yo no quería pedirla matrimonio ni limitar su libertad. Solo me bastaba con un poco de cariño y una voz amiga. Pero ella no quiso. Qué le íbamos a hacer. Lo que más me dolió fue que se evadía de quedar conmigo y los msn me los contestaba dos días después. Estaba en su derecho de hacerlo. Aunque si es un chico el que lo hace, es un cabrón. Si es una chica, es que es moderna y sofisticada. Fui deprimiéndome poco a poco.
Yo no quería tirar la toalla y me hice el propósito de, en aquellos días navideños, aprovechar para estudiar y ponerme al día en las asignaturas. No fui capaz. Cuando llegó Noche vieja, yo no tenía plan. Ella se había ido a su pueblo y de todas maneras mis planes ya no eran los suyos. Mis amigos tenían sus propias historias. Me volví a hacer el firme propósito de tomarme aquella noche como otra cualquiera y al día siguiente, con la fresca, enfrentarme a los apuntes; me hundí.
Ni me arrepiento ni volvería a hacerlo. Tras cenar con mi padre y regresar a mi casa en soledad, pensando en la felicidad que impregnaba al personal, mi corazón se envenenó. Me sentía muy impotente. No sabía que le había molestado o sentado mal. O simplemente le había dejado de gustar. Sentía una inseguridad aplastante. Veía en mi a la peor mierda que había sobre la Tierra. Y mi ego se encargaba de restregármelo. Busqué consuelo en una botella de whisky. Me la calcé casi entera y a morro. Vomité toda aquella cena, que mi padre había preparado con esmero y amor. Faltó poco para quedarme inconsciente y ahogarme con mi propio vómito. Una muerte roquera donde las haya.
Días después ella se empeñó en que quedásemos. Gilipollas de mi, accedí. Parece ser que necesitaba excusarse por no contestar mis mensajes o tratarme como un leproso. Las palabras se las podía haber metido por el culo, pero no tuve cojones a decírselo. Se justificó en que yo había llevado la relación más lejos de lo que para ella era una simple amistad especial. Y una mierda. Ella también tiró de la cuerda en su momento. Y si quería echar marcha atrás, no tenía nada más que haberlo dicho. Aquí cada uno es libre como el viento. Pero la incertidumbre es una hoja afilada y muy oxidada.
Yo la necesite, pero solo encontré silencio. El silencio es la voz del frío. El invierno seguía adelante y los días contaban. Mi tío fue degradándose más y más. Un día ingresó en el hospital para no volver a salir más. Cada vez estaba más esquelético. Su aparato digestivo había dejado de funcionar. Entre delirios de morfina decía que Dios y mi difunta abuela iban a buscarle. Una fría noche de sábado, exhaló su último aliento.
El rencor a los demás y uno mismo es una pesada bola de hierro que se arrastra. No merece la pena. No merece la pena el desconsuelo que tuve con Maribel o el castigo que me dediqué a mi mismo pensando que la podría haber sentado mal. Nada importa. Ni Yo ni ella.
Dame mi alma y déjame en paz. Hay una canción de El Último de la Fila que resume todo lo dicho.



sábado, 12 de diciembre de 2009

TRIBUNAL




Desde luego, el destino es caprichoso, muy caprichoso. Cuando esta mañana estaba a punto de salir por la puerta, me di cuenta que me dejaba documentos necesarios para el trabajo que estoy desempeñando como becario en el departamento de Física de mi escuela. Total, que a encender otra vez el ordenador y volcar papeles electrónicos en ese pequeño y simpático disco duro que es el pen drive. La operación no duró mucho, pero como ya iba con la hora pegada me retrasé unos 10 minutos. Escopetado salí a pillar el Metro. Al poco de llegar al andén, el convoy irrumpió en la estación cargado de gente. Me acomodé como pude y saqué el libro que ando leyéndome cuando viajo en el Metro: Los Metales Nocturnos de Francisco Umbral. Y como por arte de magia, al llegar a Tribunal y cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, entró Ana en mi mismo coche y por la misma puerta. Hacía mucho que no nos veíamos y reconociéndonos al instante, se acercó para darme dos besos. En lo poco que duró el trayecto hasta Sol, me contó para donde y hablamos lo que pudimos de nuestras vidas. Con cariño y felicitaciones por su trabajo me despedí de ella en las taquillas (robóticas y metálicas) del Cercanías de Sol. La encontré muy guapa y no se cuando volveré a verla en persona. El destino decidirá.
El 7 de febrero de 1997 para mí, fue una fecha grande. Era mi primer año de instituto y llevaba tiempo (toda la vida) con ganas de escapar de los confines de mi barrio en lo que a ocio de fin de semana se refería. Estaba cansado del tribalismo y la endogamia cultural que se cocían los personajes, compañeros del colegio, con los que me juntaba hasta entonces. Quería conocer y experimentar la noche madrileña, de la que tanto me había hablado mi hermano. El caso es que fui haciendo colegas nuevos y llegado el momento, mi amigo Tino me invitó a pasarme un sábado por el parque de Barceló, junto al Metro de Tribunal. El no iba a estar por motivos familiares, pero me convenció de que iba a haber gente del Fortuny con la que trabar conversación y cachondeó. También se pasaría por allí mi Edu el Negro. Llegó el momento, el día y la hora. Me arreglé aunque no en exceso y pillé el Metro, como lo hice hoy, pero para bajarme en Tribunal. Ya cuando el tren descendía la rampa que hay entre la citada estación y Bilbao, comencé a estar nervioso. No era miedo, era emoción. Era la primera vez que salía de verdad (así lo he considerado siempre), sólo y dispuesto a buscarme el plan. El coche iba hasta arriba de gente y una vez apeado, me dispuse a subir las escaleras mecánicas de salida al parque de Barceló. Aquellas escaleras también fueron una primera vez, ya que nunca había ascendido o descendido por ella, pero que conocía de mis viajes infantiles a casa de mis tíos en Móstoles, siempre preguntándome a donde conducían. Aquel día lo supe.
El parque de Barceló estaba atestado de gente, pero había buen rollo. No tardé en dar con compañeros del instituto, en concreto con Marco Krahe. Un tío cojonudo que me recibió sonriente. Me presentó a sus colegas y no tarde en ir perdiendo la vergüenza. Lo de Barceló no llegaba a ser un botellón como tal, o nunca lo llegué a vivir como tal. El alcohol y los porros eran un complemento y yo chupaba de la litrona y no ella de mí.
Cuando ya estaba relajado, sonriente y de buen pisto, mi mirada se cruzó con la de una chica. A la vez nos presentamos y auto confirmamos que éramos compañeros de institución. Se llamaba Ana Beatriz y fue una de mis primeras amigas. La verdad es que nuestra relación no fue muy profunda, pero fue.
Aquel día simboliza un punto de inflexión en mi vida, con todo aquello que lo compuso: Ana Beatriz, Marco Krahe, el viaje bajo tierra, las escaleras mecánicas de Tribunal, los litros de cerveza, el puro que me fumé, etc. Que asocie aquello a un cambio de signo en la derivada segunda, de la función que viene siendo mi vida, radica en el propio hecho del cambio. Se plasmó el paso del colegio a otra instancia superior. Con ilusiones (algún día estudiar ingeniería industrial) y luchas (en los días de diario tenía que utilizar un aparato ortopédico para curarme la espalda) hacia frente a la vida. Quería ser adulto. Quería dejar atrás lo vivido hasta entonces. Nunca me dio pena dejar el colegio y siempre lo vi como lo mejor que me podía haber pasado. Deseaba conocer gente y experimentar. Lamentablemente, con el paso del tiempo y la sazón de una seria de circunstancias, toda aquella ilusión, de luz y amor propio, se fue apagando. Cuantas veces me he acordado de aquello, de aquel parque y de Ana Beatriz. Creo que llegué a estar enamorado de ella un tiempo (pero poco y con poca intensidad).
Ahora, cuando voy camino de cumplir los 27 y el peso de los años me abate muchos días, vuelvo a sentir aquella sensación. Me sorprende a mi mismo e instintivamente intento negarlo, pero siento otra vez aquel hormigueo. Aquella fuerza visceral, de lucha y triunfo. Triunfo a golpe de esfuerzo y humildad. Tenía buenos motivos para ser humilde. Ya hablaré en otro momento de aquel aparato ortopédico, que lejos de odiarlo, como pensaba entonces que lo recordaría siempre, lo recuerdo con admiración. Admiración hacia mi mismo. Entonces tenía 15 años para 16 y a primera vista parece que todo ha cambiado mucho. Aunque hay cosas que no tanto y otras que, incluso, parece que vuelven del pasado. Aunque sea de una forma fugaz, como Ana Beatriz esta mañana. Además, mi amigo Andrés me comentó el otro día, que tiene planes de irse a vivir a Malasaña. Se que es una tontería, pero aquel gusanillo, urbanita y nocturno, vuelve a crecer en mi. Hasta fantaseo yo también con irme a vivir a un cuchitril por aquellas calles, con mil defectos y mil encantos ocultos bajo las farolas. La llamada de la bohemia y el placer.
Deseo volver a ver y saludar, en persona, a Ana, que ya no es Ana Beatriz. Cosas de fama y tele, me imagino. Deseo volver a levantarme cada mañana, dispuesto a ventilarme montañas de apuntes, salir por la noche, escuchar música (conocida y desconocida), conocer gente (incluidas mujeres), comprar ropa y fetiches en el rastro, …, volver a vivir. Otro dato de aquello: me gustaba mogollón Queen.


sábado, 5 de diciembre de 2009

CUANDO FUI SOLDADO II

Guste o no guste, la violencia forma parte de la vida. La naturaleza, en su injusta anatomía, se rige por actos de guerra. Depredadores y presas viven el arte de huir y cazar. También de la defensa y la ofensa. Los machos de una misma especie combaten por la supremacía de la manada y las hembras tres cuartos de lo mismo. Es una de esas cosas, que a mí, no me gusta de este mundo. En la concepción que tengo sobre el cielo, no está la guerra. Siempre me lo imagino como una gran orgía (sin condón, por supuesto) aderezada por la compañía de todos quienes han sido mis amigos y colegas, libres de toda culpa y mala leche, en un macro botellón, eterno y sin resacas ni enfermedades venéreas. This could be heaven for everyone cantaba Freddie Mercury con el billete de ida en la mano, esperando al último tren de su vida. Mucha razón tenía. Las personas toman el fruto prohibido. Violencia para aprovecharse de los demás y sentirse poderosos. El árbol prohibido da las manzanas del dolor. Suculento camino corto que provoca la expulsión del Edén. Hasta el momento es el sentido metafórico que he conseguido sacarle a la historia de Adán y Eva, a parte de que la mujer es mala y el hombre gilipollas.
De las peleas en el colegio recuerdo con amargura aquellas que no llegaron a ejecutarse. Considero que aguanté demasiados desagravios y ofensas sin levantar la mano. Me daba miedo hacerlo y me causaba dolor verme en aquella situación. Aunque también llegué a provocar situaciones parecidas. Ninguno estamos exentos de culpa. Otra vez la Biblia.
El otro día evocaba junto con mi amigo Andrés, la época en que salíamos de farra por Moncloa y el personaje clásico del malote. Tipos que salían cada fin de semana, engalanados para el combate. Con novia o sin ella alardeaban de fuerza, física y visual, buscando con la mirada candidatos para sus duelos de puños y patadas. Tipejos que sentían la necesidad de agredir por tan solo una supuesta mala mirada a él o no tan mala a su hembra. Toda una tribu de tribus, que merece ríos de tinta a parte. Ni a mi amigo, ni a mi, se nos pasaba por la cabeza andar por la calle con tales planes. Lo nuestro era un buen botellón y a tomar copas por los Bajos de Argüelles (durante una época). Aunque a mis coleguillas del barrio, de los que me faltó tiempo para dejar de verles, si les motivaba ese estereotipo del bakala desfasado, alucinado y cocainómano. Allá cada uno con sus mitos. Es cierto que el tiempo nos ha ido poniendo a cada uno en su sitio y yo ahora no me cambiaba el pellejo por el de ninguno de aquellos artistas. El éxtasis y la nieve han ido haciendo estragos y ya, compañeros míos del colegio, no valen ni para una mala sodomía. Y mira que nos lo avisaron.
Camino y caminaré con entre violencia. Más que la que había antes y menos de la que hay en muchos lugares. Estoicismo e inteligencia para evitar lo absurdo.



sábado, 21 de noviembre de 2009

CUANDO FUI SOLDADO


Hace más de 10 años que sucedió y muchas veces (tampoco demasiadas) he pensado en la estupidez que supuso, pero tampoco me he arrepentido.
No recuerdo bien si fue a la salida del instituto o en el parque del barrio, cuando un colega (me parece que Rafa) me habló del desagravio que unos mendas habían perpetrado contra los nuestros y que se estaba planeando tener movida. Me dio a entender que se contaba conmigo para ir a la guerra. Yo le di algunas vueltas a la cabeza e incluso no llegué a confirmar mi asistencia. Pero si me enteré bien del sitio, día y hora.
Llegado el momento, asumí mi destino, como un acto de vasallaje. Con estoicidad me preparé para el evento. Unos vaqueros, camiseta, sudadera y un plumas del estilo Verlac, el cual creí apropiado por lo mullidito de las plumas, consciente de que me podía caer alguna hostia. De calzado, me puse unas botas de montaña de mi hermano, duras y pesadas, ideales para dar patadas. Aunque para tal menester lo mejor siempre son unas Dr. Martens con punta de acero. Entonces estábamos en casa muy paupérrimos y no tenia para esos caprichos. Por último, busqué y busqué por cajones hasta que di con un llavín de metal, el cual, empuñado podía servir como arma. Habíamos terminado de comer y le dije a mi madre que me bajaba a dar una vuelta. Resignado descendí los escalones de mi edificio, de mi castillo. Mientras caminaba hacia el parque, no paraba de imaginarme como se sucederían los acontecimientos. Sentía miedo y no quería hacer daño a nadie. El motivo de la bronca era una auténtica gilipollez. Tres miradas malas y una burla, según me contaban los propios vejados. Tal vez sería también una cuestión de territorialidad y demostración de poder.
Mis colegas celebraron verme aparecer, con abrazos y halagos. Junto con ellos, había refuerzos. Un menda del instituto se había traído un bate de béisbol camuflado en la manga de su ALPHA Industries además de un amigo suyo que con el tiempo resultó ser retrasado mental. Otro aportaba un lebrel, mezcla entre pastor alemán y chucho común. Era un perro nacido para el combate. Había más gente pero ya no los recuerdo. Mientras lo porros rulaban, se fijaban los objetivos y la estrategia. Se manejaban informaciones sobre la ubicación de los infames enemigos; a unas pocas calles de donde nos encontrábamos. Intenté calmar los ánimos, pero no tuve éxito. Decididos, partimos hacia la batalla, bajo la bendición de Marte.
Poco antes de llegar, mi nerviosismo iba en aumento. Sentía por dentro un frío desconsolado. Le pregunté Rafa si iba armado y me dijo que no. Le ofrecí mi llavín de metal y con agradecimiento lo cogió. Creo que pretendí despojarme de él.
No tuvimos que andar demasiado. En una callejuela dimos con tres chicos y sus hembras (parte del botín en las guerras). Les rodeamos y mi mente se quedó en blanco. Ya no había vuelta atrás y cuando llegase el momento de cargar contra el contrario, ira y fuego. Los nobles subnormales que capitaneaban mi milicia se encararon con ellos y preguntaron por sus oficiales. Aquellos chavales mantuvieron el tipo, afirmaron no tener mucha idea de que pasaba y se disculparon de todas formas. Dieron explicaciones y rindieron humildad. La paz triunfó.
Sin demasiados comentaros regresamos a nuestro feudo. Yo empecé a darme cuenta de verdad de la gravedad del asunto y de lo que podía haber pasado. De la suerte que podía haber corrido bajo el fragor de la batalla y de la responsabilidad de la agresión a otro. Aunque ahora, analizándolo bien, como era menor de edad, poca responsabilidad. Cuando Rafa me devolvió aquella especie de puño americano que le había prestado, la amargura se intensificó.
Del resto del día no recuerdo gran cosa. Prácticamente nada. Ni festejos, ni cachondeos ni mozas recibiéndonos como héroes. No me perdonaba lo que había sucedido. Más tarde si lo hice. Aquel día fui soldado, por que puse mi integridad física y moral al servicio de una colectividad, jerárquica e injusta. No llevaba ni uniforme ni insignias. Ni siquiera la estética skin head con la que un tiempo después coquetee, pero sin llegar a pertenecer nunca a tan sádicos grupos, ni ponerle la mano encima a nadie y sin definirme como anarquista o nacional socialista. Aquello debió de ser una simpatía por el diablo. Pero a pesar de la falta de atuendo, fui soldado.
A pesar de todo lo que he expuesto, lo recuerdo como algo por lo que tenía que pasar y enfrentarme. Me refiero esa sensación fría, tacto de la muerte, previa a la pelea, el combate y el sabor de la sangre. Puede que por otros motivos, si hubiera merecido aquella acción, dejando de lado la moral y la legalidad. Tal vez una falta verdadera al honor, propio o de un amigo, hubiera sido motivo para ir a armar una buena bronca. Quien sabe si en el futuro tendré que volver a vivirlo, armado con un simple llavín de metal o un fusil de asalto. Que Dios nos pille confesados.